JC Molina nos acerca un texto que nos habla del
verano, del de cada uno y las aristas que tiene dependiendo del ángulo con que
se le ataque. Os dejo el texto por si sirve para abrir vereda, y que nos
contemos a que nos evoca el verano, presente o pasado.
Relato de
verano
El verano
eran los meses del aburrimiento y de la aventura en diferentes proporciones. El
ritual que comenzaba buscando las agujetas tras el reencuentro con la bici, que
por entonces sólo era de una marcha y de la marca BH, o quizás Derbi, y
recorrer las mismas calles una y otra vez, comprobar los cambios y actualizar
el mapa mental del pueblo en la cabeza, cruzando sus límites en solitario o con
la pandilla de turno, si la había.
El verano
era una tienda de supervivencia con neveras que más que enfriar, se dedicaban a
meter ruido. En la calle, un eco contínuo y lejano de gritos infantiles y
chapuzones en las piscinas de los demás. Un kiosko donde se vendían periódicos,
chucherías o cigarrillos, en función de la hora y del cliente, que con
frecuencia se interesaba por todos esos productos a la vez. Un jinete del oeste
americano que cabalgaba entre trompetas por los balcones de esos engendros
diseñados para enjaular humanos, con las luces intermitentes de los televisores
como únicos faros en la oscuridad. Un cúmulo de olor a fritanga de chiringuito
mezclado con aquellos aceites solares, de una textura tan pringosa como
inolvidable, especialmente cuando la arena formaba parte de la fórmula
alquímica como único y accidental factor de protección.
Era en el
verano, y no en la primavera, donde los amores de los dieciséis años se
fabricaban antes de las dos de la mañana, porque después el aire se llenaba de
peligros.
Todo
consistía, en realidad, en un ensayo general de cómo ser mayor pero sin serlo,
a golpe de garrafón y de pintalabios, ambos definitivamente excesivos. Mientras
no se cruzara la puerta hacia el otro lado de la discoteca, donde las luces no
eran bienvenidas y donde la música era una introducción, más o menos
previsible, a la miseria y a la tragedia de engancharse a la peor compañía
posible, todo podía darse por satisfactorio y nadie te iba a regañar demasiado.
El verano,
si eras un raro al que no le gustaba la playa (lo que no es incompatible con
amar el mar ni dejar de tenerle por el único confesor válido), los libros eran
una buena tabla de salvación. Poirot y otros personajes afines hacían
soportable la eternidad después de la siesta, en esa hora infernal en la que
sólo las cigarras, probablemente enloquecidas de deseo, son capaces de decir
algo coherente. Lástima, porque en aquella época no había redes que conectaran
las rarezas entre sí, o tal vez tuvimos el privilegio de ser anónimos una vez y
aquello fue una bendición. Tengo mis dudas al respecto.
Ahora ya no
sé cómo es el verano. Yo sólo lo miro a través de los ojos de mis hijos y me
conformo con oírles felices. Me buscaría un escondite hasta octubre, un bunker
de hielo que me proteja de una idea de las vacaciones que no comparto y de la
necesidad imperiosa de tener que decir que te escapas de algo que no te gusta,
que no parezcas todavía más raro de lo que eres. Parece ser que en el verano,
una vez alcanzada la edad adecuada, es obligatorio huír, fundamentalmente de tu
propia vida, y con la paradoja de que, al menos en mi caso, la alternativa de
una cárcel de noches de insomnio empapado en sudor me resulta de lo más
inquietante. No digo que no me gusten las raciones de sardinas ni las puestas
de sol desde la orilla. Pero a partir de ese punto, y hasta donde los recuerdos
son aceptables, sólo espero con impaciencia la llegada siempre tardía del
otoño, para poder respirar y liberarme de mi supuesta libertad.