Iba yo danzando, con mi cestita y mis coletas -si te vas al bosque hazlo bien- dando saltitos y canturreando, lindo y distraido. Cuando salío un duende de una seta (despues de haber catao otra, todo hay que decirlo) y me hizo un gesto para que le siguiera. Ya puestos -nunca mejor dicho- solté prejuicios y me adentré en busca del (pedo de) lobo.
Al duende no le pillé, obviamente me sobran kilos y me falta resuello, y a medida que las esporas dejaban espacio al oxigeno en mi cabeza dejé de ver trolls e hipogrifos. Así que aproveché el relajo para ver los colores del otoño; a volver a pensar que llevo mil años en Villarta y apenas conozco nada de su naturaleza. En este caso eran setas, las había lilas, naranjas -más allá del Níscalo-, blancas, grandes, minúsculas, anilladas, lisas, Boletus, de todo tipo, y yo ni idea. Imagino que algunas serán deliciosas, otras simplemente aportarán algo diferente a la sartén, otras un dolor de barriga... y yo ni idea.
Incluso picando en la huerta, me salieron algunas como pequeñas patatas -sin pie- blancas y con textura como de champiñon. Por un momento pensé que podrían ser trufas, pero no tenían la estructura interna. Serán otro tipo de hongo subterraneo, pero aún no legré saber cual en los archivos consultados.
Creo que no soy yo sólo. Y que las setas sólo son otro ejemplo de los recursos naturales que desaprovechamos por desconocimiento. (Buah, que bajón. Ya se pasó el efecto de la seta.)