Llego corriendo –y algo nervioso- a la cita. Me
entretuve en el placer del agua templada, y luego tuve que afeitarme y
desayunar a la carrera. Y claro, no iba a pillar el Metro a la primera, tuve
que perder uno para llegar más nervioso aún (llego con diez minutos de
antelación, pero siempre dudo de mi mismo). Llego bien, voy guapete y estas
citas me las sé de memoria.
-¿Cuál diría usted que es su principal virtud? Dice
el del traje.
-Soy del Santo. (y el tipo levanta la vista del
papel y me mira algo desconcertado; esa no se la sabía).
-¿Y su principal defecto?
-Ya no puedo ir en Ca Alonso. (el tipo enmudece.
Cada vez los mandan más jóvenes, y no están preparaos. Mucho menos para un villarteño).
Pasan las preguntas y se va haciendo una idea –creo
que le he despertado curiosidad, sino envidia- ¿Está usted enamorado de su
pueblo, no es cierto?
*Que cabrón, me va a hacer pensar*.
No, lo cierto
es que no me gusta Villarta (también sé mentir, aunque no lo ponga en el
curriculum). No esta Villarta. No el pueblo. No el lugar. Me enamoro de mis
afectos.
Un año esperando cubrir ausencias. Ver amigos.
Un año deseando pasar tiempo compartido. Y llega el 14 y sales pitando. El destino está claro.
Pasas Toledo y ya sonríes como un gilipollas. Camino a casa (y no es un lugar).
fotografías de Ángela Coto. Una vez más, mil gracias.
Es el primer año –que yo recuerde- que llego tan tarde.
Me perdí el ver llegar a los amigos, de hecho creo que fui el último en llegar.
Ver llenar Villarta, ese recipiente mágico de expectativas, que nunca se
colman, pero te alejan de ese yo (tú, vosotros) del resto del año.
Llegas justo minutos antes que la Virgen pase por el
puente. Todo son prisas. Para llegar y decorar la fachada (prioridades de las
Madres); para ducharte y no oler a peces después de currar y el viaje. Para
vestirte de bonito (disimular, en mi caso). Y salir a recibir a la Virgen. Todo
deprisa, desbordado y sin saber ni por donde ando; saludando y siendo saludado.
El pueblo rebosa y no me da tiempo a digerirlo.